Estética de la reaparición

Iván de la Nuez
Babelia, El País

Entre la caída del muro de Berlín, en 1989, y el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, en 2001, el arte vivió un particular tránsito estético. De entrada se han reactivado preguntas básicas como si el arte es arte por sí mismo o necesita que alguien le dé esa categoría. La estética bendecida no siempre supone la redención a través del bien. Tampoco la conjunción entre arte y maldad merece necesariamente el aplauso. Más que nunca las fronteras son movedizas.

Cuando tienen lugar los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York, Stockhausen los califica como la obra de arte perfecta (”la obra mejor ejecutada jamás”). Días más tarde, se percata del horror que encierra su clasificación (también le llueven suspensiones de próximos conciertos) y se arrepiente. Pero ya no hay remedio: primero, porque está dicho; segundo, porque su primera certeza abre un camino que nos aboca sin contemplaciones al abismo de estos tiempos. A esta época nuestra en la que arte y política traspasan cotidianamente sus fronteras, enzarzados en una coreografía de pasos pactados, enemistades cómplices y necesidades mutuas. El hechizo del arte sobre la política (y de la política sobre el arte) cuenta con alertas muy lúcidas. La de Giorgio Agamben detecta el carácter performático de la política, que se ha convertido en la “esfera de los puros medios, de la gestualidad absoluta e integral de los hombres”. La de Miguel Morey nos hace reparar en la conjunción de arte y fascismo a partir de la atracción mutua que los imanta.

No es posible considerar el mal y el atentado como algo ajeno o inhumano

En la escalofriante definición de Stockhausen estalla algo de ese deslumbramiento por unos atentados que se suceden en la franja horaria idónea -telediario de la mañana en América, de la tarde en Europa, de la noche en Asia-, lo que garantiza el máximo impacto visual, optimiza su envoltorio simbólico y multiplica su crueldad. (Desde entonces, se hace difícil concebir un videoarte con ese nivel extremo de efectividad). Sin embargo, lo más siniestro de esta definición no apela a ese posible carácter estético -el arte no es necesariamente la expresión de una redención del bien; calificar algo como artístico no significa aplaudirlo- sino a la perfección, que parece dirigirse a su capacidad de aniquilación, a la entrada de la muerte en la ecuación. “El crimen nunca es perfecto”, concedía Baudrillard, pero “la perfección siempre es criminal”. De hecho, los creadores más interesantes -Rimbaud, Marcel Duchamp, Thelonious Monk, Glenn Gould, Bobby Fischer- no lo han sido por perfectos sino, precisamente, por su búsqueda de una perfección que no consiguen. La perfección no es, para ellos, un resultado artístico sino un imposible que incluso los lleva a desaparecer, como puede leerse en los personajes que trasiegan por las narraciones de Thomas Bernhard, Julio Cortázar o Enrique Vila-Matas. A diferencia de la obra de arte más valorada por Nietzsche (aquella que es capaz de construirse a sí misma), la estética del terrorismo nos habla de una obra que se destruye a sí misma, a los asesinados y al que la crea.

Sólo que los atentados del fundamentalismo islámico no provienen de las Mil y una noches, no se trata de árabes que se aproximan hacia nuestra destrucción armados con cimitarras y en alfombras voladoras. Son, tal como suena, parte del capitalismo, de una zona antidemocrática y violenta de este modo de vida, una fase del sistema que ha sabido utilizar muchos de los mecanismos que lo subliman: el mercado (la Bolsa y el petróleo); los avances tecnológicos (telefonía, aviación, internet, universidades elitistas occidentales); o el estilo de los medios de comunicación (Al-Jazeera). Cuando Daniel G. Andújar contrapone en sus piezas las maneras en que aniquila el ejército regular de Estados Unidos -a distancia- y las de Al Qaeda -por degüello-, se aprecian, a primera vista, dos estilos distintos de matar: uno civilizado y otro bárbaro, uno limpio y otro extasiado en la sangre, uno propio de la guerra convencional y otro de un ejército irregular. Pero se da el caso de que ambos remiten a videojuegos occidentales y tienen un correlato con héroes virtuales que inundan cualquier tienda de nuestras ciudades. Así pues, como recomendaba Edward Said, estamos ante un problema al que hay que afrontar como un fenómeno contemporáneo, no mitológico o bíblico. No es posible considerar el mal y el atentado como algo ajeno o inhumano. Más bien al contrario, como ha expuesto Josep Ramoneda, el terrorista sería el caso, exagerado, de un ser humano que “es capaz de usar estratégicamente la violencia”.

Así como Stockhausen decidió concederle carta estética a los mayores atentados de la historia contemporánea, el terrorista occidental Unabomber no parece tener en alta estima el hecho artístico, al considerarlo “peligroso” -como cualquier ultraconservador- y definir que “las formas de arte que apelan a los intelectuales del izquierdismo moderno tienden a enfocarse en la sordidez, la derrota y la desesperación”. Para Unabomber, en todo caso, no hay remedio en ningún flanco de la política, pues “los izquierdistas son masoquistas” y “los conservadores son mentecatos”.

Dentro de estas lógicas pueden abordarse algunas obras artísticas sobre el terrorismo. Es el caso, por ejemplo, del ahora separado colectivo El Perro y su proyecto The Democracy Shop sobre la tortura en Abu Ghraib. O Banksy, que relaciona Disneylandia, esa galaxia moderna de ocio y peregrinación familiar, con Guantánamo en Big Thunder Mountain Railroad. O incluso Harold Pinter, que convierte en una vídeo-performance contra George W. Bush y Tony Blair su discurso de recepción del premio Nobel de Literatura.

Por decisión, por ignorancia o por temor -a veces por estos tres elementos mezclados- se da el hecho de que la mayoría de las poéticas emanadas del terror operan, ante todo, en el interior de Occidente y como una crítica a sus diversas injusticias sociales. Nunca a los atentados en sí mismos y hacia los móviles internos que les animan y que no pasan exclusivamente por mitos como los de David contra Goliat o el de Robin Hood contra el noble rico de turno.

En otra época -cuando aún no era considerado como un icono de consumo global- el Che Guevara calificaba al guerrillero, y a sí mismo, como una “fría y selectiva máquina de matar”. Pese a utilizar la lucha de guerrillas y todas las formas no convencionales de enfrentamiento que estuvieran a su alcance, todavía la muerte imponía un límite: el que se circunscribía a los implicados, por lo que se evitaban, si es que esto era posible, perjuicios a terceros. Hoy todo eso es historia antigua.

Entre 1989 y 2001 -del 9 de noviembre al 11 de septiembre-, entre el muro de Berlín y las Torres Gemelas, se da el tránsito entre la estética de la desaparición (apuntada por Paul Virilio) y la angustia por la reaparición (del atentado) esbozada también por Virilio en Ciudad pánico. De Virilio a Virilio no sólo el arte y la política han fracturado los bordes que una vez los separaron. También se han quebrado los límites entre los daños colaterales y los objetivos “seleccionados”, entre las armas de destrucción nunca encontradas y las armas de transmisión que ya nunca dejarán de encontrarnos a nosotros; no importa si provienen de los terroristas o de los aliados.

En esa atmósfera de pánico vivimos bajo la convicción de una catástrofe reiterada, dentro del loop de una hecatombe que no acaba, con todos los efectos y simulaciones del accidente, pero con una causalidad nada providencial. En Nueva York o en Kabul, en Madrid o en Bagdad… alguien va a apretar un botón.

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