Temporada abierta: mercado, mundo del arte y práctica artística (con guantes de nitrilo)

Mientras las galerías levantan la persiana y los museos ajustan sus agendas al calendario ferial, conviene recordar que la producción simbólica no cabe en una hoja de cálculo—por más que esta sea, hoy, el comisario invisible con más poder del sector cultural.

Empieza la temporada. Las newsletters prometen “programas ambiciosos”, los VIP previews reparten pulseras discretas y los PDFs con listas de precios circulan por WhatsApp como si fueran partituras de una sinfonía muy conocida: en crescendo, tutti, final resuelto. El mercado del arte marca compases; el mundo del arte, obediente, afina; y la práctica artística intenta respirar entre bastidores, con el riesgo (fa sostenido) de hiperventilar. La pregunta es vieja y urgente a la vez: ¿en qué punto la lógica de la transacción ha colonizado la lógica de la cultura, y cómo defender un espacio para producir sentido cuando la producción de valor (de cambio) pretende monopolizarlo todo?

No hablo desde fuera. Llevo décadas en ese cruce donde la investigación, el archivo, la intervención pública y la crítica institucional chocan alegremente con la alfombra roja del networking. He visto cómo la “profesionalización del sector” se traducía, a menudo, en la estandarización de protocolos pensados para que la fricción—esa cosa tan poco rentable—desaparezca. Y sin embargo, sin fricción, sin espacios de resistencia, no hay obra, solo producto. Esta distinción, que a algunos les puede parecer romántica, es la línea de flotación de cualquier práctica artística que no renuncie a su potencia política.

El campo del arte es un microcosmos de luchas por la legitimidad, donde la autonomía estética se enfrenta al imperativo económico.

El mercado del arte: la perfección de la máquina

El mercado del arte es una máquina eficiente para convertir atención en precio y escasez en deseo. No es un villano; es un dispositivo con una finalidad clara: la transacción. Sus métricas no son secretas: liquidez, trazabilidad, fiscalidad, “señales” reputacionales, rendimiento (sí, rendimiento, como si habláramos de un bono con aura). En su versión contemporánea—financiarizada y algorítmica—esta máquina ha aprendido a externalizar riesgos: acelera cuando el apetito sube; se refugia en nombres consolidados cuando el clima empeora; moraliza la filantropía para suavizar el filo (la mano invisible ahora usa guantes de nitrilo).

Pierre Bourdieu ya nos advertía: el “campo del arte” es un microcosmos de luchas por la legitimidad, donde la autonomía estética se enfrenta al imperativo económico. El mercado no tiene por qué comprender la investigación, ni el largo aliento de una obra que tarda años en madurar; no necesita distinguir entre un prototipo y una tesis; le basta con un signo de autenticidad (un certificado, un NFT en su versión adolescente, una procedencia impoluta) y un relato verosímil. Si suena duro, es porque lo es. Y, sin embargo, su eficacia ha arrastrado al resto del ecosistema a adaptar sus tiempos, lenguajes y expectativas a su reloj. Que una feria determine la fecha de una exposición institucional ya no sorprende a nadie (lo sorprendente sería lo contrario).

El mundo del arte: el ecosistema capturado

Entre el mercado (transacción) y la práctica (investigación, conflicto, aprendizaje) se sitúa el “mundo del arte”: una trama amplia de agentes—crítica, curaduría, museos, escuelas, medios—que, en teoría, ampliaría el campo de lo posible. En la práctica, demasiadas veces opera como cinta transportadora: produce visibilidad, legitima, corrige desviaciones, neutraliza lo áspero. No por maldad, sino por inercia y por dependencia: de presupuestos, de patrocinadores, de ciclos electorales, de rankings y de ese barómetro reputacional: ‘la conversación’.

La captura no siempre es un complot; muchas veces es una fatiga. La institución aprende a hablar el idioma de los donantes; la crítica aprende a sobrevivir en un ecosistema de precariedad y suplementos culturales reducidos a píldoras; la curaduría se convierte en protocolo estético: administra riesgos, atenúa aristas y convierte la excepción en formato. Todo para que la cinta siga moviéndose sin tropiezos. El resultado es una estética del consenso —agradable, presentable, circulable, instagrameable— que confunde accesibilidad con neutralización. (Lo accesible no tiene por qué ser inocuo; lo neutralizado, casi siempre, sí.)

La práctica artística: en tiempos no contables

La práctica artística no es una categoría moral; es una ecología de tiempos, materiales y relaciones que no obedecen al calendario fiscal. Implica investigación (a veces técnicamente árida), trabajo comunitario (a veces políticamente incómodo), insistencia (a veces fallida), y una dosis de conflicto que no cabe en la nota de prensa. Su valor es de uso antes que de cambio: produce conocimiento situado, activa públicos no previstos, interrumpe automatismos. Es costosa en el sentido que a la administración menos le gusta: consume tiempo —y el tiempo no se amortiza bien.

Cuando el mercado coloniza el mundo del arte, esta práctica queda relegada a la categoría de “desarrollo” o “mediación”, eufemismos útiles para bajar presupuestos. Cuando el mundo del arte internaliza esa colonización, convierte la investigación en “formato expositivo” y el conflicto en “programa de actividades”. Y cuando la propia comunidad artística asume esa gramática sin discutirla, la obra se convierte en producto mínimo viable, siempre lista para circular, para venderse, para ser digerida sin que nada cambie de sitio. ¿Caricatura? Tal vez. ¿Reconocible? Demasiado.

Lo que se ve y lo que sostiene (política de infraestructuras)

La cultura se juega, cada vez más, en capas que no se ven: contratos, licencias, protocolos de remuneración, gobernanza de colecciones, cláusulas, políticas de datos, condiciones de producción. Aquí es donde el mercado impone su gramática con más eficacia: donde no hay titulares. Si queremos defender la práctica, hay que intervenir en esa trastienda.

Hablo de honorarios claros y públicos (no “según presupuesto”); de derechos digitales definidos (no “a negociar en cada caso”); de cláusulas de transparencia en las adquisiciones públicas; de auditorías externas en la gestión de colecciones; de horarios y plazos que respeten el tiempo de investigación; de presupuestos que no confundan “mediación” con “voluntariado”; de licencias abiertas cuando lo pida el contexto; de protocolos de cuidado para los públicos implicados. Nada de esto es épico. Todo esto es estructural. Y sin estructura, lo crítico se vuelve decoración.

El algoritmo como comisario (otra cara del mismo problema)

Hoy, gran parte de la circulación simbólica pasa por plataformas cuya lógica optimiza atención, no sentido. En ese entorno, la obra compite con el sketch, el manifiesto con el meme (que a veces es la forma correcta del manifiesto, pero no por el motivo correcto). Si dejamos que la visibilidad determine el valor, el algoritmo se convierte en comisario —y un comisario con objetivos trimestrales es peor que un mal crítico: no se equivoca, simplemente no mira. La práctica artística, si quiere sobrevivir, debe aceptar que su distribución no puede depender solo de ese ecosistema. Debe cultivar archivos propios, canales propios, alfabetizaciones propias. Debe negociar con la institución, sí, pero también con los públicos—en plural—que no caben en la categoría demográfica de “audiencias”.

Epílogo con sarcasmo (y algo de esperanza)

¿Qué hacer? (sin sacrificar la ironía). No propongo purezas ni exilios. No hay fuera del mercado, y la institución pública —cuando funciona— es un lugar por el que vale la pena pelear. Propongo, más bien, un realismo insurgente: asumir el mapa y, al mismo tiempo, introducir en él variables que el mapa no contempla.

Cada inicio de temporada reproduce el mismo ritual: del statement optimista al after con canapés estratégicos. He aprendido a leer esos gestos como memes de alta cultura: repetimos para creer que algo empieza de nuevo, aunque todo siga su curso. Pero la repetición no es el problema; lo es la ausencia de desvío. Si la máquina del mercado funciona (y vaya si funciona), si el mundo del arte se profesionaliza (y vaya si se profesionaliza), nuestro lugar como artistas no es el de la obediencia elegante, sino el de la obstinación informada: insistir en que el valor es irreductible al precio, que el conflicto es un recurso pedagógico y que la investigación necesita tiempo, no “calendario de contenidos”.

¿Ingenuidad? Prefiero llamarlo método. La ironía nos salva del cinismo y nos recuerda que todavía hay juego. Y en ese juego—entre sala y calle, presupuesto y archivo, contrato y comunidad—es donde la práctica artística sigue teniendo algo que el mercado no puede comprar y la institución no logra protocolizar: la posibilidad, todavía, de cambiar la pregunta.

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