La censura (una vez más)

La clausura de La censura es la comisaria (de esta exposición) en Escaldes-Engordany pone de manifiesto, una vez más, la persistencia de la censura y la facilidad con que la intervención política —amparada en un discurso de “seguridad”— puede erosionar los fundamentos democráticos de la práctica artística. El episodio refuerza la urgencia de articular resistencias afirmativas desde el ámbito cultural y nos obliga a interrogar los mecanismos contemporáneos de silenciamiento.

El cierre forzoso de la muestra, apenas minutos después de inaugurarse la primera itinerancia del Museu de l’Art Prohibit, no es un fenómeno anecdótico sino parte de un régimen de excepción permanente que se activa cada vez que un contenido desafía las sensibilidades dominantes. John Stuart Mill ya advertía en On Liberty (1859) que “si toda la humanidad menos uno fuese de una opinión, no estaría justificada en silenciar a esa única persona”; cuando esa única “persona” son obras artísticas —y, por extensión, su público—, la pérdida cognitiva se extiende a toda la sociedad. Michel Foucault describió la modernidad como una “economía general de los peligros” (1976), un dispositivo que faculta al soberano para invocar amenazas indefinidas y restringir libertades. En el caso andorrano, la retirada de una portada de Charlie Hebdo por la cónsul mayor de Escaldes-Engordany, Rosa Gili, bajo el pretexto de un riesgo terrorista encarna esa lógica: se afirma la protección de la ciudadanía mientras se limita su derecho a contemplar aquello capaz de incomodar.

La exposición, concebida por el comisario Carles Guerra, como un relato coral en el que cada pieza palpaba una forma histórica de veto, prohibición o silenciamiento. Mi instalación Picasso comunista, compuesta por ciento noventa y seis documentos del dossier desclasificado de Pablo Picasso espiado por la CIA en su condición de miembro del Partido Comunista Francés, convivía con obras de Ai Weiwei, Paul McCarthy, Marcelo Expósito, Mounir Fatmi o Marta Minujín, entre otras. El sentido de la muestra residía en la fricción entre casos diversos. Extirpar una sola pieza, como recordó Guerra, “impugna toda la exposición”. Un museo destinado a mostrar las diferentes dimensiones de la censura y lo prohibido se transformó así en un ejemplo vivo de prohibición. Susan Sontag llamó a la autocensura “la forma más eficaz de silenciamiento” (At the Same Time, 2007), y la intervención andorrana demostró la interacción entre proscripción directa y autocensura: vetar una imagen no solo la elimina del discurso, sino que instala un clima de temor que provoca contención preventiva en programadores y creadores.

John Stuart Mill estableció que solo la prevención de un daño directo a terceros justifica la limitación de la expresión; la ofensa o la incomodidad no alcanzan ese umbral. George Orwell reforzó esta idea en 1945: «si la libertad significa algo, es el derecho a decirles a los demás lo que no quieren oír». Sin embargo, al convertir la esfera cultural en un asunto de seguridad y situar el arte en el mismo plano que un riesgo inminente, se desactiva el diálogo crítico y se consolida la idea de que ciertas imágenes son inadmisibles de antemano. Jacques Rancière señala que la función emancipadora del arte consiste en redistribuir lo sensible, no en obedecer órdenes; Toni Morrison, en su discurso Nobel (1993), alertó de que «la censura mutila el lenguaje y, por tanto, la experiencia». Allí donde el lenguaje se restringe, el pensamiento se empobrece y la deliberación democrática se debilita.

Este incidente interpela a las instituciones culturales sobre cómo blindar su autonomía ante injerencias políticas. No basta con la indignación momentánea; es preciso establecer protocolos que impidan modificaciones unilaterales de proyectos aprobados, crear mecanismos de documentación y visibilización de vetos en tiempo real y fomentar la solidaridad interartística mediante compromisos colectivos que eleven el coste político de cualquier censura. Los creadores enfrentamos hoy la doble amenaza de la prohibición y la autocensura, de modo que mantener un discurso disidente exige respaldo institucional, solidaridad entre pares y garantías jurídicas. Cuando se anula una obra, el público pierde un espacio de confrontación crítica, empobreciendo el acervo común de ideas.

Frente a la censura, la respuesta debe ser decidida y sostenida: denunciar los mecanismos, nombrar a los responsables y tejer redes de solidaridad para restituir el derecho a la disidencia cultural. Las piezas vetadas de esta exposición reivindican ese espacio de fricción donde las narrativas hegemónicas se desestabilizan. El éxito del poder es proporcional a su capacidad para ocultar sus propias operaciones, decía Foucault; nuestra tarea, como artistas y ciudadanos, es hacer visibles esos engranajes y ensayar formas colectivas de resistencia capaces de desbordar el cerco censor. Solo así podremos disputar el presente y confirmar que el arte no es un lujo retórico, sino un ejercicio irrenunciable de libertad.

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