María Dolores Jiménez-Blanco
26 Mayo 2017
Hace más de 100 años, el 20 de febrero de 1909, los futuristas irrumpían en el tranquilo desayuno de los parisinos afirmando en el diario Le Figaro que querían “démolir les musées, les bibliothèques…”. Los museos, como los cementerios, admitían los futuristas, podían visitarse una vez al año para recordar a los muertos, incluso podía estar bien dejarle flores a la Gioconda, pero NADA de pasearse por allí cotidianamente para consolar inquietudes o tristezas. Si demoliésemos los museos, como decían Marinetti y sus amigos, nos evitaríamos muchos latazos, incluyendo el de tener que rendirle culto al canon, incluyendo el de admirar la pieza canónica por excelencia, la Gioconda. No pudieron evitarlo: a los futuristas se les escapó que, a pesar de todo, les encantaba la Mona Lisa ¡aunque lo disfrazasen de ironía hablando de honrar la tumba de un antepasado!
Es posible que Marinetti y sus amigos futuristas no sean la mejor compañía: odiaban a las mujeres, admiraban la violencia y hablaban de la guerra como “higiene del mundo”, y además lo decían abiertamente en el mismo escrito publicado en Le Figaro 1909. Desde luego estaban hechos un lío: ¿nada de museos, pero respeto a la Gioconda? ¿Demoler los museos pero honrar el canon? De ese texto de 1909 aprendemos dos cosas: la primera es que en el supuesto epicentro original de la modernidad, en el París de las vanguardias y en año en que supuestamente Picasso y Braque “inventan” el cubismo que con los años serviría de base para configurar el canon de lo moderno, hay quien quiere ir contra las instituciones canonizadoras: el museo y la biblioteca. Y la segunda es que, entonces y ahora, parece que la clave está en qué demoler y qué adorar, en qué quemar como un trasto viejo en una falla, y qué salvar para poner en una tumba, en un trono o en un altar, según los gustos de cada uno. Al final ¡incluso los que afirman agresivamente querer acabar con los museos están proponiendo un canon!
¡La Gioconda, la Gioconda, la Gioconda! Esa es la pieza que salvan los futuristas, y esa es también la pieza que Marcel Duchamp, recién acabada la Gran Guerra y en plena fiebre desmitificadora, pintarrajea en LHOOQ, su famosísima (y canónica) postal modificada en 1919. Incluso cuando en 1965 recibe la petición de un autógrafo por parte de un coleccionista, Duchamp decide firmar en un talonario de cheques (en blanco, y por lo tanto por un valor económico ilimitado) y lo hace contra el Banco Mona Lisa. Aquel banco era, por supuesto, una referencia al Louvre: la caja fuerte donde se atesoraba el viejo canon, la fortaleza donde se defendía el único canon posible, legitimado por la Revolución Francesa. Pero una caja fuerte de la que a pesar de todo, en 1911, alguien robó justamente esa pieza (¡y parece que ese alguien era no muy lejano a Picasso!). Lo curioso es que, igual que ahora hay largas colas de gente para ver esta pieza en el Louvre y fotografiarse ante el cuadro, las hubo en 1911 para ver el vacío dejado por su ausencia en la pared. Si daba lo mismo la pieza que su hueco, su presencia que su recuerdo, quedaba claro que lo que importaba no era su existencia material y palpable, sino su lugar en la narración de la historia del arte que visualizaba la pared del museo. Y todo eso ¿qué quería decir? Pues que EL CANON ERA JUSTAMENTE LO QUE VEIAN AQUELLOS ALARMADOS ESPECTADORES QUE SE ACERCABAN AL LOUVRE en 1911: AIRE!!!
¿No se puede robar el canon, entonces? ¿Esconderlo no basta para destruirlo? ¿Hay que quemarlo como en una falla hasta que se desintegre? Pero ¿CÓMO QUEMARLO, SI ES AIRE?
De todo esto resulta que quemar el canon es DIFICIL, por no decir IMPOSIBLE. Por eso todo acaba convirtiéndose en canon: todo aspira a ser indestructible, e incluso si alguien intenta quemarse, se transformará pero sobrevivirá. Una parte del siglo XX dijo que quería quemar el canon académico que representaba el Louvre, pero en realidad ya sabía que era IMPOSIBLE! Por eso lo que hizo fue adaptarlo: en realidad el suyo era el mismo de antes (el de la belleza). Ese es el que formuló Alfred H. Barr en el MoMA basándose precisamente en Picasso, que acabó por legitimarse en este caso gracias al dinero! La nueva caja fuerte ya no es un palacio barroco parisino sino un inmaculado cubo blanco neoyorquino, un palacio de cristal que, a pesar de todos los caballos de Troya que ha dejado entrar, sigue en pie (es que el cristal tampoco arde fácilmente, y no se trata tampoco de usar ácidos, que pueden dañar al propio pirómano!).
Pero entonces ¿qué es lo que se quema si no podemos acabar con los museos como querían los futuristas, o con el canon como han dicho tantos otros también sin decirlo? ¿No será que lo que se quema es todo lo demás, todo lo de alrededor? Todo lo que ataca al canon se quema para purificarse, y una vez purificado entra en el palacio de cristal del museo –que es también un banco-. Es lo que decíamos hace un momento. Pero hay otras hogueras, y estas no son precisamente purificadoras ¿Qué pasa cuando no son el museo ni el arte, sino el resto: las ciudades, los países enteros, los que se queman? ¿Qué pasa cuando todo arde, como en el Londres de la Segunda Guerra Mundial y la National Gallery, que sufre los bombardeos decide trasladar sus piezas para asegurar su supervivencia, pero deja alguna obra, UNA, siempre a la vista?¿Quién elige esa pieza? ¿Por qué? ¿Para quién?
¿Qué salvar de la quema? ¿Es mejor preservar guardando o arriesgar mostrando? ¿No se salva precisamente por estar a la vista? Las guerras, las malditas guerras idolatradas por los futuristas, han acabado en muchos casos convirtiendo en fogatas algunos de los museos que construyeron el canon –o los cánones, si admitimos que hay más de uno-: en España las guerras napoleónicas destruyeron colecciones y cobijaron un saqueo sistemático, y la guerra civil obligó a trasladar el Museo del Prado atravesando todos los frentes de guerra para llegar a Ginebra; en la Europa la segunda guerra mundial destrozó museos como el de Dresde. En Oriente Medio durante los últimos años museos y yacimientos se han quemado como verdaderas piras purgatorias, en parte con una intención oscuramente purificadora y en parte por horrible accidente –como “daño colateral”-, y con ello han desaparecido restos de las más antiguas civilizaciones conocidas. Quizá se quemaba algún canon, pero con él perecían demasiadas otras cosas.
Las guerras también han abrasado la cultura –y por tanto sus cánones- de otra forma: el inmenso expolio nazi (con una ingente tarea de restitución pendiente) es mucho más que un episodio histórico: es otro canon, porque consagra un modelo odioso, el que enseña que un poder sin control puede acabar con la cultura por el simple hecho de codiciarla. Recordemos la colección Gurlitt escondida durante décadas en un piso –y quizá haya muchos otros. Recordemos también los misteriosos túneles en los que se guardaban los tesoros artísticos robados, que acabaron por sepultar una parte de la cultura europea de los años diez veinte y treinta. Aquellos túneles se acompañaron de hogueras en las plazas públicas de ciudades alemanas. En ellas se quemaron montañas de libros junto a piezas del llamado “arte degenerado”: verdaderas fallas en las que ardía el conocimiento, la modernidad, la diversidad, la libertad creativa. Decían quemar cuadros y libros para salvar a la gente del supuesto peligro de una cultura peligrosa, léase emancipadora, para protegerlos de un canon que les inquietaba por ser un canon OTRO. En realidad lo que esperaban era salvarse ellos mismos. Era, teóricamente, quemar para purificar, como en las fallas, como en las quemas de rastrojo de los campos andaluces. Pero hay que acordarse de que el fuego es muy azaroso. Puede quedar arrasada toda la zona. Y puede tardar mucho en volver a la vida.
Parece, entonces, que más que quemar el canon se queman otras cosas. Partiendo de que no es fácil quemar el canon porque es AIRE (es decir, ideas), lo que quizá nos pueda servir es contrapesarlo, contrastarlo con mil otras ideas, con otros cánones (aunque quizá no quieran serlo). ¿Era precisamente eso lo que intentaron las vanguardias alemanas durante los años del nazismo, hacer algo diferente de lo que esperaba –o más bien exigía- de ellos el poder? Quizá era eso lo que más temía el poder nazi, dispuesto a restaurar el más puro canon clásico-ario como forma de controlar la imagen, y a través de ella el pensamiento. Quizá era la disidencia la que a fin de cuentas podía ser peligrosa, pero no para el disidente sino para el poder. Si no podemos quemar el canon, sepultémoslo en disidencias!…y de paso quememos mejor las otras cosas que decían admirar los futuristas en 1909.
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